El largo camino de Rodolfo Walsh
Periodista reconocido por sus trabajos de no ficción, Rodolfo Walsh también recorrió un largo camino en la literatura. Su trabajo con el género policial lo fue acercando cada vez más a una realidad que desbordó sus ficciones y definió con nitidez un estilo único y comprometido como cronista y protagonista de la tragedia argentina. Cuento para tahúres, Un kilo de oro y Variaciones en Rojo conforman las escalas en este recorrido por su incursión en el género policial.
Sangre. Sangre espesa, roja, abundante. Sangre que
inunda la herida mortal de la víctima. Sangre que tiñe el puñal del asesino.
Sangre que es el nudo de la trama. Sangre que es la punta del ovillo. Sangre
que es el motor de la investigación, su raíz, su comienzo... La sangre es el
elemento que condensa de mejor manera las características repetidas dentro de
la literatura policial.
En nuestro país, el género policial tuvo en el
escritor Rodolfo Walsh a uno de sus referentes más destacados, aunque su
trabajo literario en este rubro permaneció siempre en un segundo plano debido a
su enorme caudal periodístico y a la notoria presencia política y militante que
lo signó durante toda su vida. Pero no sería nada osado afirmar que en su
incursión por la literatura policial comienza el largo viaje de Rodolfo Walsh a
través de la realidad argentina, un viaje que lo llevaría a desnudar como nadie
la trama oculta de los poderosos de siempre, civiles y de uniforme. Un viaje
que lo arrancaría de la ingenua vida ficcional de detectives consultando
testigos y acumulando pruebas; para terminar describiendo como nadie un turbio
mundo policial real: el de la corrupción, los asesinatos y la impunidad,
elementos siempre ligados al uniforme policial por estas tierras.
De tahúres y detectives "La solución del
misterio siempre es inferior al misterio. El misterio participa de lo
sobrenatural y aun de lo divino; la solución, del juego de manos",
sintetizó en uno de sus cuentos Jorge Luis Borges. Y nada de razón le falta al
autor de El Aleph a la hora de definir en un puñado de palabras la esencia de
la literatura policial: en la trama del relato, la construcción del enigma es
la clave de la historia, su corazón, lo que mantiene viva la atención del
lector hasta el final, insospechado, siempre sorprendente.
Pero esa conclusión siempre, indefectiblemente,
decepciona. Aun en los relatos más cuidados, la conclusión del enigma, tal como
lo afirmaba Borges, tiene mucho que ver con un juego de manos, con un par de
movidas que rozan lo inconcebible en el relato, pese a que sean ajustadamente
verosímiles, y dejen al lector a veces conforme (cuando la construcción previa
está bien articulada y el desarrollo no es abrupto ni forzado), y a veces
sorprendido (cuando la resolución rompe con ciertos parámetros de la lógica del
mismo género, cuando el asesino no es el que menos sospechamos, sino
simplemente un personaje de escaso protagonismo, que permanece casi al margen
del relato durante el transcurso de la historia).
Estos parámetros se repiten en la obra policial de
Rodolfo Walsh, particularmente en su compilación Cuento para tahúres, cuyos
primeros relatos respetan casi con exactitud los mandatos del género dentro de
la escuela policial europea. En Walsh aparecen en esos primeros cuentos, con
leves alteraciones, todo el clima enigmático que supieron bautizar los relatos
de Arthur Conan Doyle con su Sherlock Holmes, un Chesterton con su Padre Brown
o un Gastón Leroux con El cuarto amarillo. En síntesis: la historia se quiebra
con un crimen, muchas veces previsible, y una víctima que debe cumplir una
serie de requisitos, pero particularmente uno: el de ser odiado por muchos de
los personajes secundarios, para construir así una trama de sospechosos vasta y
confusa, que el investigador (otro personaje clave) va desmenuzando poco a poco
al ritmo de las páginas que pasan.
En relatos como La sombra de un pájaro o Las tres
noches de Isaías Bloom, Walsh no hace más que mover piezas conocidas y utilizar
algunas mínimas experimentaciones para armar enigmas que se sostengan a la
aparición de sospechosos y pruebas de todo tipo. Pero todo con un elemento
significativo: la ambientación. En este punto Walsh encontraría los primeros
escollos en su idea de trabajar "lo policial", porque muy disímil
aparece a simple vista el universo recorrido por un detective de Scotland Yard
que aquel al que se pueda acercar un comisario argentino o sus asistentes.
"A veces pienso que de todas las historias posibles, las menos posibles
entre nosotros parecen ser aquellas en que el inspector recoge del suelo una
cigarrera, dice Ah, telefonea al laboratorio, viene el juez, se lleva al
asesino y lo condena a veinte años.
Yo también he escrito historias así, pero ahí está
la crónica diaria para revelar que las pruebas no significan nada, que se puede
opinar sobre una pericia y que de todas maneras, el asesino sale el mes que
viene", explicaba el propio Walsh durante una entrevista con Ricardo
Piglia en 1970, tiempo en que su trabajo periodístico se devoraba ya todo el
tiempo para intentar con la ficción. Pero no es el periodismo sino la realidad
la que empuja a Walsh y a su literatura hacia adelante, hacia lo real, hacia un
universo más verosímil para un cronista que conoce la calle y se va
naturalizando en la relación con delincuentes con o sin uniformes