Metabolismo y tiempo

 




 Por Mario Satz







         Decía San Agustín que cuando le preguntaban que era el tiempo, no sabía definirlo, pero si no le interrogaban al respecto, sí lo sabía. Esa perplejidad, después de tantos siglos y pese a los estudiosos del tema, sigue siendo la nuestra. Subjetivos ambos, espacio y tiempo cambian en nuestra mente como cambia nuestro físico con la edad. Una cosa es el tiempo de los relojes, el tiempo cósmico o, incluso, el tiempo de las convenciones calendáricas, y otra bastante diferente nuestra vívida sensación  del tiempo que no transcurre en la infancia, y del que se acelera en nuestra vejez. Sin duda debemos a nuestro metabolismo-conjunto de procesos intracelulares en los cuales se produce o se consume energía-, oscilante y errático como todo lo viviente, y a pesar de la regularidad de sus ritmos circadianos, el que cuando niños no llegaran nunca las vacaciones, ni los sábados, ni los días de fiesta. O, por el contrario, la duración,  el sentido placer de aquellas horas tan dulces del verano, redondas como uvas, enracimadas junto a las de nuestros compañeros de juegos, plenas, risibles y encantadoras.

         Como nuestro metabolismo se lentifica con el paso de los años, la  presbicie nos debilita la vista y la circulación sanguínea se hace más torpe en las venas y las arterias, y para la sangre es más fácil ir que volver, tendemos a sentir el tiempo como algo que se escurre bajo nuestros párpados, inasible y ubicuo. Las cosas y los seres se nos hacen lejanos, o los vemos mejor cuanto más apartados están de nosotros en tanto que, en su presencia, somos ciegos para los detalles. De niños el entorno fosforescía ante nuestros ojos, los colores tenían un brillo tan intenso que parecían durar siempre, no agotarse ni palidecer. Vemos y sentimos la realidad de acuerdo con nuestros años, y por ello es cierta la observación de Ortega y Gasset respecto de las generaciones humanas y sus distintas ideas. Pero, aún así, antes como ahora, el tiempo tiene sus perlas, sus instantes reveladores. Escribía Unamuno que "la eternidad es lo que queda cuando el tiempo pasa".

         De lo precedente sacamos esta conclusión: cuanto más rápido el metabolismo por dentro, más lenta la realidad por fuera; y cuanto más lento y moroso el metabolismo de nuestro organismo, más veloz es el tiempo externo. Esa razón de orden biológico, esa premisa orgánica de la que no podemos escapar, ha generado en el seno de muchas culturas el arte de la meditación o contemplación, arte lento que se apoya en la reducción del ritmo respiratorio, en una gestualidad ritual y en un estarse quieto que, a diferencia del extremado dinamismo infantil, de cuenta de un pasaje más concreto y sensible del tiempo. De hecho, tras una meditación, un rato de plegarias, parece como si el mundo se detuviera unos instantes para revelarnos su belleza e intensidad. Los ancianos no se acercan tanto a Dios o a las iglesias por temor a la muerte cuanto con el secreto deseo de aprender a disfrutar más del tiempo, movidos por la íntima necesidad  de mermar, por decirlo de algún modo, su frenesí. En el umbral de ese tiempo dorado que de niños veían ligado a las vacaciones y a las fiestas, descubren el júbilo de la jubilación y se sientan-quienes pueden hacerlo-en los bancos de las plazas a gozar del sol, los árboles y la buena y reiterada conversación. A veces, como por descuido, el niño que se ha sido y el anciano que se es se encuentran en un instante de pensamiento feliz. Y es entonces cuando nos atrevemos a sonreír sabiendo que ni todo está perdido ni la vanidad de haber vivido disminuye esa luz que la vida, a manos llenas, regala con el sol cada día a la tierra.

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